
Hace poco, paseaba por San Roque y allí estaba esa majestuosa puerta de madera entreabierta. Olvidé qué hacia allí, me fui hacia ella y me puse a curiosear a través de la pequeña abertura.
Podía ver un patio porticado tras un pequeño zaguán. Parecía un espacio tranquilo, sosegado y lleno de innumerables fragancias. Estaba tan absorta que no me di cuenta que empujaba la puerta y se abría un poco más. Su planta era cuadrangular, en el centro una fuentecilla cuyo rumor formaba parte de ese entorno armonioso que creaba el agua, las plantas y sus aromas sensuales.
Todo parecía perfectamente colocado. A la derecha dos naranjos desprendían un cálido olor a azahar, tras ellos un buganvilla rosada se iba desparramando de forma delicada sobre una pared blanca. Al lado opuesto una imponente parra creaba la zona sombreada del patio, bajo la cual se hallaba una mesita con cuatro sillas de mimbre alrededor. Todo invitaba a sentarse allí, leer un buen libro y disfrutar de un sabroso café.
En las dos paredes del patio que yo podía ver, además de la buganvilla, colgaban macetas coloreadas de azul añil con geranios, azucenas, claveles, dalias y un sin fin de plantas más que yo no llegaba a reconocer.
Al cabo de no se cuánto tiempo oí la risa de una anciana que desde dentro llevaba, según me dijo, un buen rato llamándome. Cuando reaccioné María, que así se llama, me invitó a pasar e hizo realidad mi deseo.
Nos sentamos, tomamos café bajo la parra y pude descubrir las otras dos paredes que desde la calle no se veían y que por supuesto completaban la magia de aquel maravilloso patio andaluz.
Muy a menudo vuelvo a visitar a María y a ese cuidado espacio que es parte de ella y de su forma de entender la vida y me siento muy bien.
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