Me dijeron que jugara con muñecas, pero me gustaba más el traje de explorador de mi amigo.
Tal vez por eso, al cumplir los veinte años yo, Ana Velasco, me compré un billete de avión y sin más equipaje que una mochila y algo de dinero, llegué a Siria.
Mi intención era recorrer sóla el país, pero comprendí que no iba preparada, así que para empezar cambié mi indumentaria. Compré ropa cómoda; bombachos y camisolas, parecía un beduino,¡pero qué cómoda me sentía!. Conocí a una familia del lugar y después de algunas discusiones, me alquilaron un camello con la condición de que contratara a uno de sus hijos como guía.
Su nombre era Abdul, al principio no reparé mucho en él. Pero poco a poco, sus ojos me fueron atrayendo, eran negros como el azabache y algo inquietantes. Su educación era exquisita y siempre me trató como a un igual. Me enseñó a montar en camello y a orientarme en el desierto, cómo encontrar agua y qué plantas debía comer.
Hablábamos en inglés, aunque con gran rapidez iba aprendiendo mi idioma. Nuestras conversaciones fueron estrechando nuestra amistad y acercándonos el uno al otro. Estábamos en el sitio más maravilloso del mundo, ¡jamás he vuelto a ver esos atardeceres!. Y sucedió lo que deseábamos. Nos amamos con pasión y lujuria. Mi piel blanquecina y su color moreno se unieron amorosamente durante los mejores treinta días de mi vida.
Y comprendí que acababa de empezar a descubrir el mundo.
Tal vez por eso, al cumplir los veinte años yo, Ana Velasco, me compré un billete de avión y sin más equipaje que una mochila y algo de dinero, llegué a Siria.
Mi intención era recorrer sóla el país, pero comprendí que no iba preparada, así que para empezar cambié mi indumentaria. Compré ropa cómoda; bombachos y camisolas, parecía un beduino,¡pero qué cómoda me sentía!. Conocí a una familia del lugar y después de algunas discusiones, me alquilaron un camello con la condición de que contratara a uno de sus hijos como guía.
Su nombre era Abdul, al principio no reparé mucho en él. Pero poco a poco, sus ojos me fueron atrayendo, eran negros como el azabache y algo inquietantes. Su educación era exquisita y siempre me trató como a un igual. Me enseñó a montar en camello y a orientarme en el desierto, cómo encontrar agua y qué plantas debía comer.
Hablábamos en inglés, aunque con gran rapidez iba aprendiendo mi idioma. Nuestras conversaciones fueron estrechando nuestra amistad y acercándonos el uno al otro. Estábamos en el sitio más maravilloso del mundo, ¡jamás he vuelto a ver esos atardeceres!. Y sucedió lo que deseábamos. Nos amamos con pasión y lujuria. Mi piel blanquecina y su color moreno se unieron amorosamente durante los mejores treinta días de mi vida.
Y comprendí que acababa de empezar a descubrir el mundo.
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